El título de este artículo se lo he tomado prestado al difunto Stephen Jay Gould, quien fuera uno de los autores de referencia durante mi formación académica a mi paso por la Facultad de Biología. Para aquellos que no sean diestros en reconocer autores de renombre pertenecientes al mundo de la divulgación científica, les diré que fue representado por el dibujante Matt Groening bajo la forma del director del Museo de Historia Natural al que Lisa Simpson le entrega el dedo del “ángel” descubierto durante una excavación.
A menudo, es complejo dar una visión global de nuestro entorno natural local mediante la utilización de subconjuntos individualizados de nuestro ecosistema. Es decir, puede resultar improcedente o contraproducente que pretendamos que la suma de especies animales o vegetales dé como resultado final el global de entidades que conforman un ecosistema. Más aún, cuando obviamos o dejamos en segundo plano los no menos importantes flujos de materia y energía. Como dijo José Saramago: “Sólo si nos detenemos a pensar en las pequeñas cosas, llegaremos a comprender las grandes”. Ese es el motivo de este artículo, ya que, hablando de lo pequeño, comprenderemos lo grande e incluso daremos respuesta a procesos o fenómenos ecológicos de gran calado.
El flamenco rosa debe sus colores a su alimentación.
El flamenco rosa (Phoenicopterus roseus) es una gran ave zancuda (puede alcanzar hasta 180 cm de altura) de plumaje rosáceo o rosáceo-blanquecino, de cuello largo y sinusoidal que remata en un corto pico rosáceo (el cual presenta una mácula negra en su extremo), grueso y curvado hacia abajo. Así, se trata de especies longevas, puesto que en su hábitat natural pueden llegar a alcanzar los 30 años de edad.
Estos estivales convecinos, habitantes de nuestras masas de aguas continentales (lagunas, lagos, marismas, etc.) se caracterizan por ser extremadamente gregarios. En las colonias de cría pueden llegar a anidar miles de parejas cuyos pollos se agrupan en bandos bajo la estricta vigilancia de los parentales, pudiendo verse en ocasiones a los polluelos salir de entre el pelaje de la madre, quien los protege y resguarda de los peligros del entorno. Si tenéis la oportunidad de visitar en primavera algunos de los hábitats anteriormente citados, podréis comprobar que existe un dimorfismo cromático entre los adultos y los juveniles, dado que éstos últimos carecen de la característica tonalidad rojiza que da nombre a la especie (Phoenicopterus proviene etimológicamente de las palabras griegas “phoinix” que podríamos traducir como escarlata; y “pteros”, ala. Literalmente, alas escarlatas).
Como decía, a diferencia de los adultos, los juveniles presentan una coloración pardo-cenicienta o pardo-grisácea. Así pues, ¿a qué se debe esa diferente coloración entre juveniles y adultos? Es más, ¿por qué los flamencos de lagunas como la de Fuente de Piedra o Gallocanta muestran unos colores más intensos que los de Doñana o Zarracatín? La respuesta reside en su dieta.
Mucho se ha escrito acerca de la anatomía del flamenco, su comportamiento o etología, acerca de su hábitat y la importancia de conservarlos lo más inalterados posibles para provocarles el menor daño posible… Sin embargo, la relación que tiene la coloración del plumaje del flamenco con la dieta que éste lleva es menos conocida por los lectores. De esta forma, los flamencos deben el color rosa de su plumaje a carotenoides presentes en las algas y crustáceos que componen su dieta, principalmente la cantaxantina.
La cantaxantina, que se esconde en nuestras cocinas bajo el aditivo alimentario E-161g, es un carotenoide perteneciente a la familia de las xantofilas que aparece en diferentes crustáceos (Daphnia spp.), algas, bacterias (las del género Bradyrhizobium son especialmente ricas en este pigmento), peces e incluso hongos (el nombre del pigmento se debe de hecho a un estrecho pariente de nuestro rebozuelo, Cantharellus cinnabarinus). De esta forma, tras remover con sus patas el fondo de la cubeta (laguna, marisma, etc.), filtra el agua capturando con su robusta mandíbula el alimento. Tras la digestión del alimento, el pigmento se distribuye desde el hígado hacia plumas, las patas y el pico, que le da ese saludable tono a la sonrisa de nuestro protagonista.
Sí, he dicho saludable sonrisa. El flamenco debe su coloración a la dieta, y ésta sólo puede ser de calidad si las aguas en las que se desarrollan los individuos de los que se alimentan, lo hacen en un ambiente de calidad. Tomemos como ejemplo las ya mencionadas pulgas de agua (Daphnia spp.), especies que se caracterizan por ser muy sensibles a la ecotoxicidad, hasta el punto de que limnólogos de todo el mundo las han convertido en bioindicadores de las masas de agua que estudian. Una variación en los parámetros físico-químicos de la masa de agua puede afectar muy negativamente a la reproducción de Daphnia, a las algas de las que se alimenta éste, etc. Como sabemos, en Ecología los errores se van acumulando, y es en el flamenco donde se pone de manifiesto el estrés al que se ha visto sometido el ecosistema, casi siempre por la mano del hombre.
Recientemente hemos visto como aguas residuales ricas en tolueno (un hidrocarburo aromático que sirve de materia prima para muchos detergentes, perfumes y medicamentos) han acabado incorporándose a la marisma de Doñana debido a un incorrecto manejo por parte de la EDAR (Estación Depuradora de Aguas Residuales).
El tolueno (cuyo coeficiente de solubilidad en agua es de 515 mg/l, es decir, se trata de un compuesto bastante soluble en el líquido elemento), junto con otros contaminantes emergentes derivados de la actividad humana están colocando en el filo de la navaja a nuestros humedales, y junto a ellos, a las especies animales y vegetales que en ellas habitan o de ellas dependen, bien sea de manera directa o indirecta. Como dijo el historiador británico Thomas Fuller: “Nunca sabremos el valor del agua hasta que el pozo esté seco”. Para entonces, lamentablemente, y si eso ocurre, la sonrisa del flamenco ya no será la misma. Y la nuestra tampoco.