El modelo de Bohr ha sido modificado y perfeccionado durante las últimas décadas para incorporar la creciente información que los científicos han ido acumulando sobre la naturaleza del mundo subatómico a lo largo del siglo XX. Aunque Bohr acertó al definir los niveles energéticos que constituyen las cortezas atómicas, no estuvo correcto al concebir que los electrones giraban en torno al núcleo atómico como los antiguos modelos copernicanos de planetas girando en torno al Sol en órbitas cerradas y perfectamente circulares. Aunque, en ocasiones, recurramos a este modelo con fines didácticos y simplificadores, lo cierto es que los átomos tienen un aspecto mucho más extraño y complejo y, de hecho, a nivel subatómico no existe la definición y la resolución a la que estamos acostumbrados a nivel macroscópico.
A día de hoy, el modelo más ampliamente aceptado por la comunidad científica es el llamado “modelo mecanocuántico”, que, a diferencia de los anteriores, no podemos atribuir estrictamente a un sólo autor, ya que nace de la condensación de distintos hallazgos y postulados de físicos del siglo XX, especialmente, la dualidad onda-partícula y el principio de indeterminación.
A través de algunas experiencias en laboratorio de lo más inquietante, como el famoso experimento de la doble rendija, se derivó una cuestión que incomodó durante todo el siglo XX a los físicos: la posibilidad de que los ladrillos que constituyen la materia (incluidos a los átomos) no se comporten como las “partículas” sólidas y definidas que se pensaba, sino que en realidad muestren un comportamiento más impredecible, indefinido y dual. A este respecto, los científicos descubrieron que, en su movimiento, partículas como los electrones tenían asociada una onda en su movimiento (de manera que presentaban, como todas las ondas, longitudes de onda) y que, por otro lado, ondas como la luz podían entenderse a veces como haces de partículas, los fotones. Es decir: que las partículas elementales podían funcionar también como ondas y llevaban una longitud de onda asociada a su movimiento. Tal longitud de onda (λ), de acuerdo con la ecuación de De Broglie, es directamente proporcional a la constante de Planck (h=6,626·10-34 J·s) e inversamente proporcional al momento angular de la partícula (p = m·v). Es decir, λ = h/ (m·v).
Conceptualmente es un poco extraño, ya que en el caso de las “ondas” de las partículas no es tan fácil definir “qué es lo que está ondulando” como en el mundo que vemos: las ondas en un estanque se basan en la ondulación de la propia superficie del agua; las ondas en la cuerda de una guitarra son precisamente las vibraciones de los puntos de la cuerda. Pero, ¿un electrón?
Los científicos que lidiaron con este problema, quisieron pues encontrar la función de la onda del electrón, aquella expresión matemática que definiría la forma de la onda y permitiría hacer predicciones sobre su movimiento. Debemos a Erwin Schrödinger, precisamente, la definición de esta función de onda, una de las ecuaciones más importantes de toda la mecánica cuántica, puesto que nos permite extraer la forma matemática de la onda de una partícula tal que un electrón. Sin embargo, la interpretación de la propia función todavía nos da problemas a día de hoy; la interpretación más común es probabilística, dada por Max Born: la función de onda nos revela la probabilidad de encontrar al electrón en un punto concreto del espacio. En algunos puntos, la función tendrá valor nulo, y no habrá probabilidad alguna de que el electrón esté ahí; en otros puntos, la probabilidad será más alta y encontraremos al electrón más frecuentemente ahí.
Esto revolucionó la forma de entender el mundo físico, ya que el comportamiento aparentemente ondulatorio de las partículas subatómicas, a partir de entonces, ya no se entendió únicamente como una reducción de los fenómenos macroscópicos que conocemos y estudiamos en física clásica (las ondas y los cuerpos puntuales), sino que se añadía una incertidumbre con respecto a la definición de las propias partículas, que no estaban en ningún lugar en concreto hasta que se llevaba a cabo la medición, sino que convivían en un conjunto de posibilidades.
Eso es lo que nos viene a decir el principio de indeterminación de Heisenberg, que postula que no es posible conocer simultáneamente la velocidad y la posición de una partícula subatómica, no debido a que tengamos dificultades técnicas para hacerlo, sino a que, a pequeña escala, conviven en la misma partícula una superposición de estados en los que ni la posición ni la velocidad están realmente definidas: un electrón se encuentra en varios lugares a la vez y lleva varias velocidades distintas (a escala subatómica, claro).