Normalmente, cuando uno se está formando en ciencia a un nivel básico-elemental, se encuentra con una amplia colección de conceptos, operaciones, ejercicios mecánicos y términos que pueden hacer que el aprendizaje se vuelva no solamente aburrido, sino también muy difícil. Muchas de las ideas que hemos acumulado desde el conocimiento empírico sobre el mundo en que vivimos se tienen que abstraer hasta tal punto que parecen desconectarse de la realidad de las que las hemos extraído. Sin embargo, para poder realizar cualquier tarea aplicada necesitamos de los conocimientos generales que tenemos almacenados, a los cuáles se les va dando utilidad y contexto conforme van surgiendo las demandas. Y pocas cosas ilustran mejor cómo las ciencias naturales convergen y hacen que lo básico se vuelva aplicado al deterioro y restauración de obras de arte. A efectos de este artículo, para ejemplificar y concretar un caso de estudio suficientemente amplio, nos referiremos fundamentalmente al patrimonio arquitectónico en general y a las catedrales en particular.
Catedral de Sevilla. La verticalidad de la arquitectura gótica se logra a través de una serie de elementos (el arco apuntado, los contrafuertes y arbotantes, los pináculos, etc.) que dirigen las fuerzas peso de la estructura hacia el suelo y evitan que los muros se abran, retirándoles la función de ser muro de carga. Al estar el peso de la estructura soportado por este entramado de elementos en lugar de por los propios muros, como sí sucede en la arquitectura románica, se pueden abrir grandes ventanas alargadas y colocar extensas y profusas vidrieras que en el arte románico eran impensables porque se comprometía la estabilidad de la estructura
Desde la enseñanza de las ciencias, tal vez sea un fallo bastante gordo el que la mayor parte de la población no entienda estas manifestaciones artísticas como objetos sujetos a los mismos procesos que la realidad natural de la que proceden. El alumnado aprende el ciclo de las rocas, los tipos de rocas que hay y cómo los procesos de meteorización las van desgastando hasta que ya no queda nada. Pero cuando miran la catedral de Sevilla, la Alhambra o la fachada del Obradorio, poca gente piensa que está viendo rocas puestas unas encima de otras y que todo lo que en su momento aprendieron sobre ellas está afectando a la estructura. En realidad, para mantener en pie y en buen estado estas construcciones, es fundamental entender de antemano cómo se comportan las rocas según su constitución mineralógica y las fuerzas físicas que mantienen la estructura en pie.
Bajo el punto de vista físico, las estructuras verticales (que, insistimos, no dejan de ser rocas puestas unas encima de otras) tienen que contar con una serie de estrategias para no venirse abajo, razón por la que existen los dinteles, los arcos, las bóvedas y, desde el gótico, los contrafuertes y los pináculos. Todos ellos tienen el objetivo de dirigir el peso de cada uno de los bloques hacia el suelo de manera vertical, ya que, de otro modo, en tanto que las fuerzas tienen un carácter vectorial, orientado, los muros acabarían siendo empujados hacia fuera. Daños en los pináculos de la catedral de Sevilla pueden ser mucho más destructivo para el conjunto frente a que se rompa la bóveda, ya que mientras la bóveda descansa sobre la estructura y solamente hace presión sobre ella, los pináculos tienen la misión de dirigir estas fuerzas hacia el suelo. Su inestabilidad y deterioro descompensan el templo mucho más que retirar la carga que genera la cúpula, aunque esta sea más grande y llamativa y, por tanto, parezca más importante.
Por otro lado, la composición química de los bloques de piedra determina a qué factores ambientales es más vulnerable la construcción y qué partes se deteriorarán con más facilidad (en caso de que el edificio no esté construido todo en el mismo tipo de material). También marca de qué manera es más efectiva y conveniente la restauración. Por ejemplo, la catedral de Sevilla está construida en distintos tipos de caliza, una roca sedimentaria formada por la precipitación de carbonatos en una plataforma continental afectada por mares en calma. Se trata de rocas porosas, que absorben agua con facilidad (de hecho, se trata del mismo tipo de roca que forma con frecuencia acuíferos), y es esta porosidad, sumada a otros factores adicionales como el tamaño de sus granos minerales o el contenido en cuarzo, lo que determina cómo estas rocas se deforman, rompen y sufren las inclemencias climáticas o la contaminación ambiental. Y aunque no sea habitual pensar en ello cuando se la ve, lo cierto es que la catedral de Sevilla presenta rocas muy enfermas que ya no admiten cuidados ni restauraciones. Hasta 2014, la conservación del templo corrió a cargo del arquitecto e ingeniero Alfonso Jiménez, quien desde 1979 se vinculó a las tareas de conservación de la catedral. Como éste mismo apuntó ya en 2013, la única solución para estas rocas tan erosionadas que no admiten más procesos de consolidación artificial es ser sustituidas por otras.
Algunos de estos líquenes se fusionan con la propia roca, de manera que la única forma de remediar su efecto es con productos químicos que los maten y frenen su metabolismo
La catedral de Sevilla es un monumento mucho más frágil de lo que puede aparentar. La propia naturaleza de las rocas, sumado a su edad, a la exposición al Sol y las elevadas temperaturas en verano, a las lluvias intensas en invierno, los excrementos ácidos de las palomas y, ahora, a la polución de la ciudad, han dado como resultado que una buena parte de los mismos sillares libere polvo y arenilla conforme se les pasa la mano. Sencillamente, el material de la catedral de Sevilla no es bueno: no solo es blando y proclive a sufrir el “mal de la piedra” a consecuencia de la formación de ácidos por reacción entre los humos de los coches y las fábricas con el agua de la lluvia, sino que es tan poroso que permite que esta agua entre y oxide los vástagos de hierro forjado que ensartan los remates.
Citando la obra del arquitecto granadino Pedro Salmerón Escobar, con una larga trayectoria en conservación y restauración del patrimonio histórico inmueble (a destacar nada menos que la Alhambra), la catedral de Jaén y la catedral de Granada presentan problemas similares, con el problema añadido de que se encuentran en zonas sísmicas activas y los cambios de temperatura son más agresivos. Los principales daños se deben a las discontinuidades estructurales y pequeñas fracturas del material, sumado a las fisuras que se generan por los ciclos de congelación y deshielo del agua, la oxidación de los forjados y las consecuencias de inestabilidad que conllevan; y los daños físicos causados por los terremotos. Y aunque a nivel sísmico no se puede hacer nada para evitar un terremoto, sí se pueden minimizar los daños, al menos en ciertas estructuras. Por ejemplo, en las tareas de intervención en los pináculos de la catedral de Jaén que Salmerón Escobar realizó entre 1991 y 1992 tuvieron a bien permitir más movimiento de la parte esbelta de los pináculos para evitar uniones excesivamente rígidas entre ellos y sus vástagos interiores de hierro, que pueden llegar a causar daño al pináculo. Como a toda acción le acompaña reacción, cuando no solo los constantes aunque imperceptibles movimientos tectónicos, sino también el simple viento ejercen fuerza sobre los esbeltos pináculos, los vástagos de hierro ejercen fuerza sobre el material para mantenerlo en su sitio. Y aunque cuanta más rigidez y mayor sujeción, también más daño sufre la roca.
Una buena parte de los espacios que podemos visitar en la Alhambra (si no casi toda ella entera) es una reconstrucción, quedando muy pocos lugares y restos de los tiempos de al-Andalus, debido al deterioro tan grave que sufrió esta ciudadela no solo por la calidad de sus materiales, sino por su completo abandono hasta el siglo XIX. En este momento, la llegada de escritores y poetas románticos a Granada en busca de parajes exóticos revalorizó la Alhambra y catalizó su conversión como lugar de interés cultural y turístico. No obstante, esta revitalización implicó no solo que se tuvieran que reconstruir las yeserías y espacios más emblemáticos, sino que aceleró el desgaste de la Alhambra ante la llegada de miles de visitantes a diario, con lo cual las tareas de restauración, a día de hoy, siguen siendo muy intensas.
Las rocas de la catedral de Santiago de Compostela, que son fundamentalmente granitos, no sufren estos problemas, sino otros. Son conocidos los desprendimientos en su fachada barroca, debido a las grapas metálicas usadas para unir las piedras. A día de hoy, los materiales son mucho más seguros, pero durante el Barroco se hacían de hierro, y Santiago de Compostela es una de las ciudades con más pluviosidad anual de España. El sistema de grapado, en esencia, consistía en agujerear las piedras por sus extremos, introducir las grapas de hierro entre ellas y unir con plomo fundido que soldase la unión, lo que a medio plazo funcionaba bien pero a la larga se ha terminado por estropear. En la catedral de Santiago no es tanto la contaminación del humo de los coches, que es mucho más baja que en Sevilla y que afecta menos en tanto que el granito es mucho más resistente y meridianamente menos poroso que cualquier caliza. Es el agua y la colonización por líquenes, musgos, helechos y hierbas, que con sus raíces degradan, fracturan y disuelven la roca a la vez que favorecen la acumulación de aguas de escorrentía. Las labores de restauración, pues, se centran más en la eliminación de la cubierta vegetal o, en el caso de los líquenes que se funden con la propia piedra, al menos su inactivación con biocidas.
Respecto a por qué se emplearon estos materiales calizos tan malos y vulnerables a la erosión para hacer obras ciclópeas como la catedral de Sevilla, la respuesta más rápida es que eran los materiales que había en las zonas próximas. De la misma manera que no se usó piedra ostionera de Cádiz en la catedral de Granada o calizas de Elvira en la catedral de Santiago de Compostela, el que los materiales sean los que son tiene una relación, a menudo, más práctica que conceptual. Aunque esto no siempre es así. La Alhambra, por ejemplo, está construida en los materiales más pobres y deteriorables de todos: yesos y adobe, fundamentalmente. Desde que se empezó a edificar hasta nuestros días, requiere de una restauración constante, ya que, en realidad, no estaba pensada para perdurar como una pirámide faraónica, pues “solo Dios puede construir obras que duren eternamente”. Así es que una buena parte de los espacios de la Alhambra están cerrados al público, bien por restauración o bien por ser muy delicados y no tolerar bien el flujo de visitantes.
Es la colaboración y el diálogo entre los investigadores que trabajan en ciencia básica lo que facilita a los restauradores de las mejores medidas correctoras para cada caso. Determinar la composición precisa de los materiales, las canteras históricas de origen y los efectos de los agentes meteorológicos y la contaminación es fundamental para un buen diagnóstico y un tratamiento adecuado. Es un error desligar conceptualmente una obra arquitectónica de los materiales con los que está construida y los procesos físico-químicos que le afectan y el que podamos preservar la herencia cultural que nos es legada a través de las edificaciones (catedrales, fortalezas, barrios históricos, etc.) depende de cuánto conocimiento, esfuerzo, dinero y trabajo estemos dispuestos a poner en ella.