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El beso del monstruo

El beso del monstruo

Metida de lleno en su quinta década de vida, Sofía no tenía nada que celebrar. Muy al contrario, a su endémico y permanente problema con los hombres se habían unido -silenciosa y traicioneramente- un imparable aumento de peso y una galopante diabetes que, como vecinos mal avenidos, amenazaban con amargarle definitivamente la vida. De nada servían aquellas dietas amadrinadas por los famosos personajes de las revistas del corazón, ni los “sabios” consejos nutricionales de sus compañeras de gimnasio -cuyo aspecto delataba que ni ellas mismas los cumplían-. Recordaba con pavor aquellas eternas horas, que pasaba muerta de hambre, sentada en la taza del váter evacuando orina como un rinoceronte africano por culpa de la dichosa dieta de la sandía; o ¿fue la de la piña?; o ¿quizás la de la alcachofa? ¡Tantos y tantos esfuerzos sin resultado! A veces, no le quedaba más remedio que enterrar su ansiedad bajo gigantescas raciones de helado de chocolate.

Tan dulce analgésico no sólo mitigaba temporalmente la ansiedad de Sofía, sino que también provocaba un ascenso espectacular en los niveles de glucosa de su sangre. Situación que, por otro lado, no es exclusiva de nuestra protagonista, pues acontece diariamente a cualquiera de nosotros después de cada comida. Mas en una persona sana, los niveles de azúcar en sangre -que se han visto incrementados tras la ingesta de un alimento- descienden lentamente hasta alcanzar valores normales, debido, principalmente, a la labor desempeñada por una famosísima sustancia: la insulina.

La insulina es una hormona que el páncreas libera al torrente sanguíneo con una importante misión: “convencer” a las células del organismo para que acepten quedarse con una pequeña parte de la glucosa que se ha ido acumulando en la sangre después de una comida. Y la función mediadora que desempeña la insulina se muestra trascendental para nuestra salud, pues de mantenerse los niveles de azúcar tan elevados el organismo lo pagaría muy caro: en forma de enfermedades cardiovasculares y daños irreparables en los riñones, la retina o el sistema nervioso.

Pese a su importancia, las células de Sofía llevaban ya algún tiempo haciendo oídos sordos a las instrucciones dadas por la insulina, provocando que el nivel de azúcar se incrementase peligrosamente en la sangre. Esta respuesta anómala del organismo –cuando las células de los tejidos se hacen resistentes a la insulina- es característica de la diabetes mellitus tipo 2 (DMT2), una enfermedad que hunde sus raíces en los malos hábitos de los ciudadanos del, mal llamado, primer mundo; y cuya prevalencia va en aumento: las estimaciones indican que en unos quince años la padecerán más 300 millones de personas. El organismo de estos enfermos responde a la negativa de las células a recoger el exceso de glucosa de la sangre a lo “burro grande”, es decir liberando cada vez mayores cantidades de insulina. Pero llegado un determinado momento, el páncreas no es capaz de cubrir los elevados niveles que de esta hormona se necesitan para estimular a las insubordinadas células del organismo, y no queda más remedio que recurrir a la insulina exógena. Sin embargo en la actualidad, más allá de la simple estrategia de pinchar al paciente cantidades cada vez mayores de insulina, se están empleando una serie de sustancias que parecen reducir eficazmente el nivel de glucosa postprandial: se trata de los análogos de hormonas incretinas.

Bajo el nombre de incretinas se parapetan una serie de compuestos químicos -la mayoría fabricados en el intestino- cuya función está directamente relacionada con el control de los niveles de glucosa en la sangre. La más conocida y eficaz de entre estas sustancias es el GLP-1 (glucagon-like peptide-1) que, una vez liberado a la sangre -y como si de un altavoz químico se tratara-, amplifica la señal de la insulina; provocando que incluso las células más “rebeldes” atiendan las órdenes de recoger el excedente de glucosa sanguínea. Al efecto intensificador que sobre la insulina ejercen las incretinas, unen la particularidad de activar la secreción de la propia insulina y de proteger las células del páncreas que se encargan de sintetizar dicha hormona. No es casualidad que los enfermos de DMT2, junto a la resistencia de sus células a la insulina, posean niveles deficientes de hormonas incretinas. Dicho lo cual, imagino que ya sospecharemos por dónde van los tiros respecto a la original estrategia que permite tratar la DMT2: introducir en el cuerpo del enfermo hormonas incretinas, como el GLP-1, para que colaboren con la insulina en la reducción del nivel de glucosa en sangre.

Sin duda el uso de las incretinas parece una idea fantástica para tratar la DMT2, pero presenta un gigantesco y limitante inconveniente: el GLP-1 apenas sobrevive dos minutos en el interior del organismo; y este es un tiempo del todo insuficiente para realizar adecuadamente su labor hipoglucemiante. No obstante, los científicos han descubierto unas sustancias que imitan a la perfección la función que desempeñan las incretinas, y, además, uniendo a ello una mayor persistencia dentro del organismo. El problema es que…, ¡que estas sustancias se encuentran dentro de la boca de un monstruo!

Monstruo de Gila (Heloderma suspectum) en cuyo veneno se localiza el exendin-4, cuya estructura química ha permitido la síntesis industrial de la exenatida (un análogo de las hormonas incretinas).

Monstruo de Gila (Heloderma suspectum) en cuyo veneno se localiza el exendin-4, cuya estructura química ha permitido la síntesis industrial de la exenatida (un análogo de las hormonas incretinas).

Así, fracaso tras fracaso, el peso de Sofía no hacía más que aumentar, y junto a él lo hacían también las negativas consecuencias asociadas a su imparable diabetes. Tal era su desesperación que cuando el doctor le comentó que la solución a sus problemas pasaba por la saliva de un desagradable bichejo, Sofía ni siquiera se planteó que no era necesario extraer el transparente fluido directamente de la boca del animal.

El doctor le hizo comprender de lo innecesario de mantener un idilio con el monstruo, pues la sustancia que requería para tratar tanto su diabetes como la obesidad ya se suministraba en forma de indoloras inyecciones. De modo que la pobre Sofía, a regañadientes, debió renunciar a una prometedora historia de amor entre especies que su necesitada y confundida mente se había encargado de dibujar con el argumento de La Bella y la Bestia. Imagen completamente equivocada pues el aspecto reptiliano de nuestra “Bestia”, el monstruo de Gila (Heloderma suspectum), dista mucho del porte vigoroso que caracteriza al dibujo de Walt Disney; y las zonas desérticas de Norteamérica por las que parsimoniosamente arrastra su cuerpo nada tienen que ver con el lujoso palacio rodeado de espectaculares jardines donde parlanchinas tacitas y teteras entonan pastelosas canciones. Eso sí, al igual que la poderosa Bestia, el monstruo de Gila es poseedor de un importante tesoro que los humanos ambicionamos, un tesoro disuelto en su baba ponzoñosa.

En la venenosa saliva del monstruo de Gila aparece un compuesto químico que los científicos -como si de una nueva sonda para explorar el espacio se tratase- han bautizado con el nombre de exendin-4. Resulta que el exendin-4 presente en el veneno del reptil es un perfecto imitador del GLP-1, tan bueno que posee un poder hipoglucemiante 5.000 veces mayor que el propio GLP-1 y, además, es capaz de mantener su acción dentro del organismo durante casi… ¡8 horas! Los científicos han copiado la estructura química del compuesto presente en la saliva del reptil para diseñar una sustancia sintética (la exenatida), que una vez dentro del cuerpo del enfermo disminuye los niveles de glucosa en la sangre. Pero hay otro aspecto relevante en la función desempeñada por la exenatida; y es que esta sustancia es capaz de disminuir el apetito de los enfermos, y con ello ha adquirido relevancia como posible herramienta con la que tratar la obesidad a largo plazo. La explicación a este segundo efecto se encuentra en que la exenatida -al igual que lo hace el GLP-1 al que mimetiza- interacciona con determinadas áreas del cerebro implicadas en la sensación de hambre, provocando su aplacamiento.

Es probable que la saliva del monstruo permita atenuar, en cierta medida, los trastornos ocasionados por la diabetes y la obesidad que acucian a Sofía; pero -que no se lleve a engaño- solo a través de una profunda transformación de sus hábitos diarios podrá mejorar la salud de forma definitiva. Mas desgraciadamente para ella, ni las incretinas ni sus análogos, ni, probablemente, tampoco la ciencia podrán echarle una mano con el sexo opuesto; por suerte hay un lugar al que puede recurrir para solucionar tan particular problema… el programa de Carlos Sobera.

 


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Autor David González Jara

David G. Jara es doctor y licenciado en Bioquímica por la Universidad Rey Juan Carlos I de Madrid y la Universidad de Salamanca respectivamente. Estudió las licenciaturas de Ciencias Químicas en la Universidad de Almería y Ciencias Ambientales en la UNED. Científico multidisciplinar y docente de formación, en la actualidad compagina su afición por la divulgación científica con la docencia como Profesor Titular en la especialidad de Biología y Geología en el CEO Mirador de la Sierra en Villacastín (Segovia).


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