La riqueza de los ecosistemas marinos ha provisto de alimento e industria a todas las civilizaciones antiguas del Mediterráneo, norte de Europa y Lejano Oriente y, hoy en día, según la FAO, proporciona comida e ingresos a 820 millones de personas en todo el mundo, existiendo sociedades que, de forma tradicional, se han dedicado casi únicamente a la pesca. Sin embargo, el aumento de la población mundial, la carencia de valoración científica y la falta de respeto por el ecosistema han supuesto amenazas directas para estos ecosistemas: la sobreexplotación de los stocks, la captura de juveniles o de especies sin interés (descartes) por técnicas destructivas como el arrastre o la pesca furtiva son sólo unos pocos ejemplos. No obstante, en estos últimos años se está prestando atención a una forma de impacto que había pasado desapercibida: la respuesta de los ecosistemas marinos al cambio climático.
En verdad, a lo largo de la historia de la Tierra se han sucedido numerosos episodios de cambio climático. El más reciente se inició con el fin de la última glaciación, hace 15.000 años, coincidiendo con la expansión del hombre de Cromañón por Europa. Su sucesión se debe a una conjunción compleja de factores naturales (cambios en el eje de inclinación terrestre, cambios en el albedo, erupciones volcánicas, etc.), que determinan que haya épocas en las que los hielos pueden avanzar y otras en las que toca más calor. Sin embargo, desde la Revolución Industrial, las emisiones ingentes de gases contaminantes sulfurados y de efecto invernadero (que impiden que se disipe el calor emitido desde la superficie terrestre) parecen haber contribuido a desajustar las temperaturas más de lo correspondiente (lo cual afecta a su vez a los regímenes y formas de precipitación) en un periodo de tiempo demasiado breve como para que la biosfera responda adaptativamente.
La acción de estos gases contaminantes sobre el mar es doble: por un lado, contribuyen a un aumento de la temperatura media del ambiente, con lo que alteran la composición de gases disueltos en el agua (el oxígeno se vuelve insoluble conforme el agua se calienta); por otro lado, el grado de acidez también se ve alterado cuando tales gases se convierten en ácidos, lo cual complica la vida a todos los organismos que precipitan carbonatos sobre su cuerpo. Entre éstos se encuentran los corales (que pueden llegar a formar el sustrato sobre el que se asientan las regiones más ricas en biodiversidad marina, los arrecifes), los crustáceos (que constituyen el zooplancton, del cual se alimentan desde las esponjas hasta las ballenas) y la mayor parte de moluscos, lo cual a su vez afecta al resto de organismos marinos que se alimentan de ellos. Dos grupos de organismos resultan especialmente preocupantes por su posición en la red trófica y su biología: las medusas y las tortugas marinas.
En general, las medusas (del primitivo filo Cnidaria) son todas depredadoras a pesar de que no tienen ojos, boca y ni tan siquiera cerebro. Son poco más que una bolsa gelatinosa semitransparente, constituida por un 95% de agua y con tentáculos urticantes que se mueven lentamente en las corrientes, aunque algunas especies alternan esta forma con la de pequeños pólipos fijados al sustrato. Muchas suelen formar grandes colonias y, en general, proliferan mejor en aguas templadas y cálidas, donde abundan sus fuentes de alimento (peces y plancton). Por otro lado, no necesitan tanto oxígeno como otras formas de vida más complejas y su aspecto no las hace apetecibles para muchos depredadores, siendo presas para algunos peces pero, sobre todo, para las tortugas marinas, reptiles adaptados a la vida en el océano (si bien sus puestas se incuban rigurosamente enterradas en las playas).
Tortuga boba (Caretta caretta)
Especies como las tortugas bobas (Caretta caretta), las tortugas verdes (Chelonia mydas) o las tortugas laúdes (Dermochelys coriacea) son las más comunes. No obstante, todas ellas corren un gran peligro. Además de la amenaza que suponen para ellas los plásticos en el mar y la invasión humana de sus zonas de nidificación, su propia naturaleza podría jugarles una mala pasada, y es que la ratio poblacional de machos y hembras no se controla, como en el caso de los humanos, por herencia cromosómica, sino por las variaciones en la temperatura de incubación de los huevos. Un estudio reciente en la Gran Barrera de Coral (Australia) sobre una de las mayores poblaciones mundiales de C. mydas determinó que en la zona sur, de aguas más frescas, nace un macho por cada dos hembras, mientras que en la zona norte, más cálida, uno por cada cientodieciséis; un sesgo sexual extremadamente alto, si bien todavía puede darse migración de los adultos de una zona a otra y facilitar la reproducción. Asimismo, numerosos estudios de la última década evidencian que los eventos extremos de precipitación invernal (tanto lluvias torrenciales como escenarios de sequía acusada), propiciados por cambios en la temperatura global, impactan en la supervivencia de las nidadas. Se teme, por tanto, que en las próximas décadas muchas poblaciones de tortugas puedan colapsar ante la elevada mortalidad de sus huevos, la pérdida de zonas de nidificación por elevación del nivel del mar y la descompensación de su ratio de machos y hembras, además de amenazas antrópicas como los incendios, la contaminación, la fragmentación del hábitat o las redes de pesca.
Al mismo tiempo, puesto que los principales depredadores que controlan sus poblaciones se encuentran amenazados por el ser humano y el cambio climático y, además, se ven favorecidas por los incrementos de temperatura y acidez del agua, las medusas están aumentando su presencia en los océanos. A menudo, aparecen formando blooms incontrolados, síntoma de un ecosistema degradado y con importantes consecuencias para el sector pesquero y el turismo. Es muy conocida la situación de los mares de Japón, donde las nomuras gigantes (Nemopilema nomurai) se han convertido en una plaga; los propios pescadores, desgraciadamente, contribuyen a ello por la sobreexplotación de peces, depredadores de sus formas juveniles y competidores por el zooplancton.
De aquí podemos extraer dos moralejas: la primera es que predecir el comportamiento del cambio climático no es sencillo, pues es más complejo que la suma de cada una de las alteraciones de los factores por separado, sobre todo cuando se toca algún punto de las cadenas tróficas desajustando la dinámica del ecosistema. La segunda es que aunque los humanos no tuviésemos culpa de todos los fenómenos del cambio climático, sí somos responsables de una actividad pesquera irrespetuosa y voraz, de la depredación de nichos ecológicos costeros para la construcción o el turismo masivo y de la falta de control de la contaminación, lo cual, sumado a los efectos del cambio climático, está perjudicando ecosistemas marinos de gran valor, recursos de los que dependemos y que nos pasarán una cara factura en un futuro tal vez no muy lejano. No podemos controlar el clima, pero sí las decisiones que tomamos, cuyo resultado es mayor que la suma de sus partes.