Junto con la teoría celular, uno de los paradigmas más importante de la Biología de nuestros tiempos es la teoría de la evolución, que viene a decir que las formas de vida que pueblan nuestro planeta no han sido siempre las mismas desde su aparición ni lo serán, debido a que a lo largo de la historia de la Tierra y con la sucesión de las generaciones, éstas cambian constantemente. Es un concepto tan importante y famoso que podemos oír esta palabra casi a diario. Sin embargo, también es muy malinterpretado o usado con ciertas licencias en muchos contextos y es fácil que cueste entender, al final, de qué se trata en realidad. Su uso polivalente puede hacernos caer en error al interpretar los conceptos biológicos por las ideas previas que tenemos. En esta entrada, pues, pretendemos acercarte a la idea que los genetistas y los biólogos tenemos de evolución, pero como no queremos aburrir a nadie, vamos a cambiar la saboría pregunta del título por una más práctica y que seguramente te interese más responder.
¿Los Pokémon evolucionan de verdad?
La franquicia PokemonTM, con todos sus videojuegos, películas y series, recrea un mundo fantástico en el que animales, plantas, rocas y quién sabe qué más cosas están representados por unas extrañas criaturas con poderes que se pueden capturar, cuidar y entrenar, entre otras cosas, para entablar combates. Con la aplicación de Pokemon Go, de realidad aumentada, incluso podemos verlas con la pantalla de nuestro teléfono móvil.
En estos videojuegos podemos encontrar términos que aparecen también en nuestros libros de Biología, y no solamente la palabra “evolución“. Cada Pokemon se encuentra sólo en los ambientes a los que se encuentra “adaptado“: los Pokemon con forma de pez sólo se encuentran en el agua; los de tipo bicho, en los bosques; los de roca o los murciélagos, en las cuevas, etc. Y siempre, en algún momento de la partida, el jugador encuentra al menos un fósil a partir del cual puede resucitar a un Pokemon del pasado en el laboratorio correspondiente. Sin embargo, una vez saboreado este tipo de detalles, cabe hacer una serie de matices para entender dónde empieza y acaba la ficción.
Metiéndonos en el meollo, en Pokemon se ven cosas como gusanos que evolucionan a pupas que a su vez evolucionan a mariposas o avispas; peces atontados que se convierten en serpientes marinas con mala hostia; bulbos que evolucionan a flores o lagartijas con colas prendidas como antorchas que evolucionan finalmente en dragones cuando han alcanzado un “nivel” suficiente. Otros Pokemon no evolucionan necesariamente haciéndose fuertes, sino exponiéndolos a algunas especies de rocas o cuando se los pasas a algún amigo. El punto común es que todas las evoluciones suceden a nivel de individuo. Si tú tienes un pez atontado y lo entrenas lo suficiente, podrás “evolucionarlo” en una serpiente con mala hostia. Puedes repetir el proceso tantas veces como peces atontados pesques, e incluso puedes frenar su evolución con sólo pulsar un botón.
Esto, obviamente, no es la evolución de la que hablamos y formamos parte. Pero, ¿cuál es la clave? ¿Acaso los humanos no “venimos del mono”? ¿Qué diferencia hay, pues, entre la evolución Pokemon y la evolución biológica? Que este proceso de transformación que sufren los Pokemon ocurre a nivel de cada individuo, cuando la evolución biológica sucede siempre a nivel de poblaciones, es decir, a los grupos de individuos de una misma especie. ¿Acaso vemos que alguno de nuestros peces de acuario se transforme en una serpiente marina o que los monos se conviertan, pasado un tiempo, en gorilas o humanos? En realidad, los humanos no venimos del mono: ambos, como especies, procedemos de poblaciones ancestrales que, si bien eran de una misma especie, tomaron caminos evolutivos distintos.
La palabra evolución, como tal, tampoco nos debe dar a entender que una especie se está transformando en otra; eso es una consecuencia a largo plazo de la evolución, pero no es su definición precisa. Evolucionar significa que dentro de una población unas variantes genéticas que se encuentran en un determinado número de individuos cambian su porcentaje de presencia en reducción o aumento de otras variantes. Estas variantes se denominan “alelos” y se deben a mutaciones o cambios que aparecen al azar en el genoma. Salta a la vista que, aunque todos los humanos tenemos prácticamente los mismos genes, no tenemos las mismas versiones: unos somos más altos, otros más bajos; unos más morenos, otros más pálidos; somos de sexos distintos, tenemos diferente pelaje, diferente color de ojos, diferente voz, etc. etc. Todo ello derivado de los distintos alelos de nuestra composición genética y su interrelación con el ambiente y nuestro desarrollo. Y el hecho de que unos alelos aparezcan con más o menos frecuencia en una población depende de las circunstancias que le imponga el ambiente, lo que se ha venido denominando “selección natural”.
Por ejemplo, en el esquema de la izquierda, vemos una población de conejos en la que el color del pelaje viene determinado por un gen con dos versiones alélicas: A y a. La versión alélica A determina que el color del pelo sea marrón por síntesis de melanina, pero si en el genoma de un conejo coinciden dos versiones alélicas defectuosas a, el conejo nace con pelo blanco (no hay formas alélicas que sinteticen el pigmento marrón). En el dibujo, está claro que el alelo A tiene una frecuencia de aparición mayor. Quizás el color marrón ayude a los conejos a camuflarse entre la hierba y la tierra y los conejos blancos sean detectados más fácilmente por los depredadores. Sin embargo, si esta misma población viviera en un territorio nevado, probablemente a los conejos blancos les sería mucho más fácil esconderse y los conejos marrones serían cazados con más facilidad, por lo que los conejos blancos y sus alelos a se incrementarían en el seno de la población. En eso consiste, básicamente, la evolución de una población propiamente dicha. En una población, no sobrevive realmente el más fuerte, sino el que mejor se ajusta a las circunstancias. De hecho, muchas veces la evolución favorece alelos dañinos que, en ciertas circunstancias, pueden ser favorables. El ejemplo más conocido lo ilustra la enorme frecuencia que tiene el alelo para la anemia falciforme en las poblaciones humanas de regiones donde la malaria es una enfermedad endémica. Este alelo, en circunstancias normales, genera una hemoglobina defectuosa que produce glóbulos rojos muy frágiles y que forman formas de cuña, lo que dificulta su paso por el sistema circulatorio, pero resulta que confiere ventaja frente a la malaria, porque el parásito que la produce no sobrevive en el interior del cuerpo de una persona con anemia falciforme. En este sentido, la selección natural ha favorecido que las poblaciones del sureste asiático y el áfrica subsahariana tengan una alta frecuencia alélica para el gen que produce la anemia falciforme, cosa que no sucedería en otros lugares donde no supone ninguna ventaja adaptativa.
Cabe señalar que la selección natural no es, ni de lejos, el único mecanismo que interviene en la evolución. Según el autor japonés Motoo Kimura 1, la mayor parte de mutaciones que sufre nuestro genoma son neutras: no alteran los genes en sí o no suponen ningún cambio para su funcionamiento, por lo que no alteran el grado de supervivencia de un organismo. Por tanto, permanecen en el genoma y transmitirse aunque no representen ninguna ventaja desde el punto de vista de la adaptación al medio ambiente, si bien, con el paso del tiempo, la acumulación de todas estas variaciones podría provocar la divergencia de nuevas especies.
Otro error que se ve en el concepto de la evolución de Pokemon es que la evolución siempre implica cambios muy drásticos en capacidades, forma, poderes, tamaño, etc. y siempre para mejor, como un progreso. Sin embargo, esto no funciona así en la naturaleza. De hecho, los individuos que nacen con un cambio o mutación demasiado drásticos suelen ser inviables y mueren pronto, si es que nacen. Lo normal es que los cambios sean casi inapreciables hasta que se acumulan con el paso de las generaciones, razón por la cual la evolución sucede tan lentamente, otro de los puntos que hay que señalar: una población evoluciona a ritmos de cientos o miles de años. Además, en la Naturaleza, evolucionar no siempre implica un progreso, un hecho de desarrollar estructuras más complejas; también puede implicar perderlas, como muchos animales que se han adaptado a la vida subterránea o en las cuevas han perdido los ojos (sencillamente, no les hacen falta).
Por otro lado, de nuevo, no debemos confundir evolución con especiación, es decir, con la formación de una nueva especie a partir de otra. La especiación puede ser una consecuencia de la evolución, entre otras. Esto se debe a que, si entendemos “especie” por un grupo de individuos con características comunes que se pueden aparear entre sí y producir descendencia fértil, cuando dos poblaciones de una misma especie han acumulado demasiadas mutaciones que los diferencian, acaban por ser incompatibles a nivel reproductivo y siguen su camino evolutivo por vías distintas, alejándose biológicamente entre sí: se han convertido en especies distintas. Esta definición de especie tiene sus inconvenientes si nos apartamos del mundo animal, pero ya lo discutiremos en otra entrada.
La conclusión a la que podemos llegar es que los Pokemon no evolucionan: sufren metamorfosis. El caso más evidente está en los Pokemon que pasan de larva a pupa y luego a adulto con alas o en los que pasan de renacuajo a rana. Si estos individuos imitan a organismos reales que se metamorfosean pero a éstos no se les dice de ninguna manera que evolucionan, ¿por qué a los demás Pokemon no les pasa exactamente lo mismo? Pues, por licencia creativa.
Paradójicamente, existen Pokemon fósil testigos de que antes hubo unos Pokemon que no existen ahora pero que, necesariamente, tienen que ser ancestros de los actuales. Eso sí sería una prueba de verdadera evolución, salvando el detalle de que estos Pokemon también tienen su dichosa “evolución” a bichos más grandes.
Por otro lado, no es posible resucitar organismos fósiles como los ammonites o los trilobites. No podemos recurrir a restos fósiles para resucitar una especie extinta muy antigua, ya que para eso hace falta tener su ADN, y en la mayoría de los fósiles nunca se encuentra ADN de ninguna clase: un fósil no es más que el molde petrificado que dejó una parte dura de un organismo muerto (la concha, el caparazón, los huesos, las pisadas, los troncos…); nada más que la sombra del verdadero animal permanece, y el genoma se destruye en el proceso y nunca aguanta los millones de años que tarda en formarse un fósil. Y aunque a veces somos capaces de recuperar a día de hoy restos de ADN ambiental desperdigado en sedimentos geológicos, la calidad del ADN tampoco permite reconstruir un dinosaurio en vida. No debemos confundir el concepto de fósil, por ejemplo, con el concepto de “momia”, pues en las momias el organismo no se ha mineralizado y, por tanto, sí que es posible, al menos en teoría, obtener una parte remanente de su ADN.
Otro fallo de concepto que acumula todos los anteriores y nos confunde como estudiantes es la existencia de un Pokemon (Mew) que se presenta como el ancestro de todos los demás. Éste se puede transformar en cualquier Pokemon porque “contiene el ADN de todos los que hay”. En la naturaleza de las poblaciones, un ancestro tiene un genoma que da lugar a una especie distinta precisamente porque cambia, no porque el genoma de la nueva especie estuviera contenido dentro del genoma del ancestro como una matrioska 2 genética. Y, desde luego, el ancestro no puede tomar la apariencia de todas las especies a las que ha dado lugar. Además, cabe señalar que Mew, que además es un único individuo en su especie, permanece vivo mientras hay muchos Pokemon fósiles, teóricamente derivados de él. Hablando en nuestros términos, habría sido necesaria una población ancestral de Mews que pudieran aparearse y generar descendencia sujeta a modificación y presiones ambientales distintas para dar lugar a toda la amplia gama creciente de Pokemon que Nintendo ha construido en su universo particular.
En resumen
No vivimos en un mundo Pokémon, entre otras cosas, porque la evolución es lenta, sucede a nivel de poblaciones y no de individuos y no contamos con ancestros legendarios que puedan convertirse a placer en nosotros; tampoco podemos revivir dinosaurios, aunque películas como Parque Jurásico nos hayan sugerido que podríamos encontrar ADN en suficiente buen estado conservado dentro de un mosquito embebido en ámbar. Aun no siendo imposible encontrar restos de ADN en estas circunstancias, ya que ésta es una molécula anómalamente inerte, es bastante improbable que se conserve un genoma completo de un dinosaurio y que se pueda incubar en un óvulo de otra especie. La evolución es un fenómeno que ocurre a ciegas y que nace de la modificación de los grupos y las razas por el propio devenir del tiempo, las inevitables alteraciones del material genético, la reproducción y las presiones y retos del ambiente, y no necesariamente somos mejores que los primitivos dinosaurios, que los ancestrales peces acorazados, los exitosos trilobites o las bacterias que fueron dueñas y únicas habitantes del planeta en su momento. Sencillamente, las cosas cambian. Y, en definitiva, Pikachu nunca evolucionaba en la serie, pero, siendo científicamente estrictos, ningún Pokemon evoluciona en la serie nunca.
FUENTES Y REFERENCIAS
- GRIFFITHS, A.J.F., WESSLER, S.R., SUZUKI, LEWONTIN, R.C. Carroll, S.B. (2008). Genética. McGraw-Hill/Interamericana de España, Madrid.
- PIERCE, B.A. (2010). Genética: un enfoque conceptual. Médica Panamericana, Madrid.
- ANTHONY, F. (2016) Fossil Pokemon and their extinct inspirations. EartArchives. [enlace web] Disponible en http://www.eartharchives.org/articles/fossil-pokemon-and-their-extinct-inspirations. Consultado por última vez el 28 de febrero de 2017.
Notas[+]
↑1 | [1924 – 1994] Biólogo matemático japonés que desarrolló sus investigaciones en el campo de la genética de poblaciones, siendo célebre por ser el máximo abanderado de la teoría neutralista de la evolución molecular en 1968 en colaboración con Tomoko Ohta. |
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↑2 | Conjunto de muñecas tradicionales rusas creadas en 1890. Su originalidad consiste en que se encuentran huecas y en su interior albergan una nueva muñeca, y esta a su vez a otra, en un número variable que puede ir desde cinco hasta el número que se desee, siempre y cuando sea un número impar, aunque por la dificultad volumétrica, es raro que pasen de veinte. |